lunes, 30 de julio de 2012

Los Juegos del Hambre

Entonces recuerdo las palabras de Peeta en el tejado: "desearía poder encontrar una forma de... de domstrarle al Capitolio que no le pertenezco, que soy algo más que una pieza de sus juegos".

Por primera vez, entiendo que significa.

Quiero hacer algo ahora mismo, aquí mismo, algo que los avergüence, que los haga responsables, que les demuestre que da igual lo que hagan o lo que nos obliguen a hacer, porque siempre habrá una parte de cada uno de nosotros que no será suya. Tienen que saber que Rue era algo más que una pieza de sus juegos, igual que yo misma. A pocos pasos de donde estamos hay un lecho de flores silvestres. En realidad, quizá sean malas hierbas, pero tienen flores con unos preciosos tonos violeta, amarillo y blanco. Recojo un puñado y regreso con Rue; poco a poco, tallo a tallo, decoro su cuerpo con las flores: cubro la fea herida, le rodeo la cara, le trenzo el pelo de vivos colores. Tendrán que emitirlo o, si deciden sacar otra cosa en este preciso momento, tendrán que volver aquí cuando recojan los cadáveres, y así todos la verán y sabrán que lo hice yo. Doy un paso atrás y miro a la niña por última vez; lo cierto es que podría estar dormida de verdad en ese prado.

- Adiós, Rue - Susurro.

Me llevo los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y después la apunto con ellos. Me alejo sin mirar atrás.
 




Los Juegos del Hambre
Suzanne Collins