jueves, 28 de enero de 2010

Brujeria





Brujería

James Robinson (Guión)
Michael Zulli & Teddy Kristiansen (Ilustraciones)

miércoles, 27 de enero de 2010

Mundo Anillo

Esquema del Mundo Anillo

- ¿Os entrometisteis en las Leyes de Procreación de la Tierra?

- Si.

- ¿Por qué?

- Nos gustan los humanos. Confiamos en ellos. Hemos tenido relaciones ventajosas con los humanos. Nos conviene contribuir al desarrollo de los humanos, puesto que sin duda llegarán a la Nube Menor antes que nosotros.

- Estupendo. Nos teneis aprecio. ¿Y que más?

- Intentamos inducir mejoras genéticas en vosotros. Pero, ¿Que perfeccionar? Desde luego, no vuestra inteligencia. Vuestra fuerza no reside allí. Y tampoco está en vuestro instinto de conservación, ni en vuestra capacidad de resistencia, ni en vuestros talentos combativos.

- Conque decidisteis hacernos afortunados - dijo Luis. Y soltó una carcajada.

Teela por fin comprendió. Abrió mucho los ojos con expresión de horror en la cara. Intentó decir algo, pero solo consiguió emitir un chillido.

- Naturalmente - prosiguió Nessus - Por favor, no te rias, Luis. Fué una decisión razonable. Vuestra especie ha sido siempre increíblemente afortunada. Vuestra historia parece una de milagrosas escapadas por un pelo de toda una serie de desastres, de la guerra atómica intraespecie, de la total polución de vuestro planeta con desechos industriales, de los desequilibrios ecológicos, de asteroides peligrosamente compactos, de los caprichos de vuestro Sol e incluso de la explosión del Núcleo, que descubrísteis de forma completamente fortuita. Luis, ¿por qué no paras de reir?

Mundo Anillo
Larry Niven

martes, 26 de enero de 2010

Mucho Puido y Pocas Nueces

BEATRIZ.—Me asombra que sigáis hablando todavía, signior Benedicto. Nadie repara en vos.

BENEDICTO.—¡Cómo! Mi querida señora Desdén, ¿vivís aún?

BEATRIZ.—¿Es posible que muera el Desdén, cuando puede cebarse en tan buen pasto como el signior Benedicto? La propia galantería se trocara en desdén si estuvierais vos en su presencia.

BENEDICTO.—Fuera entonces la galantería una renegada. Pero lo cierto es que todas las damas se prendan de mí, exceptuada solamente vos; y quisiera hallar en mi corazón que mi corazón no fuera tan duro; porque, a la verdad, no amo a ninguna.

BEATRIZ.—¡Qué incalculable dicha para las mujeres! De otra manera se verían importunadas por un pretendiente enojoso. Gracias a Dios y a mi temperamento frío, soy en eso del mismo parecer que vos. Prefiero oír a mi perro ladrar a un grajo que a un hombre jurar que me adora.

BENEDICTO.—Dios mantenga siempre a vuestra señoría en esa disposición de ánimo. Así se verá libre uno u otro caballero de los infalibles arañazos en la cara.

BEATRIZ.—Si fuese una cara como la vuestra no podrían afearla los arañazos.

BENEDICTO.—Bien, sois una extraordinaria adiestraloros.

BEATRIZ.—Más vale un ave con mi lengua que un animal con la vuestra.

BENEDICTO.—Así marchase mi caballo con la rapidez de vuestra lengua y mantuviese tan bien el aliento. Pero seguid vuestro camino, en nombre de Dios; he terminado.

BEATRIZ.—Siempre acabáis con un par de coces. Os conozco desde hace mucho.


Mucho Puido y Pocas Nueces
William Shakespeare

La Isla del Doctor Moreau


––No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

––No sorberás la bebida; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

––No comerás carne ni pescado; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

––No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

Y así, de la prohibición de estos actos de locura, pasa ron a la prohibición de lo que entonces me parecieron las cosas más demenciales, imposibles e indecentes que na die pueda imaginar.
Una especie de fervor rítmico se apoderó de todos no sotros; bailábamos cada vez más deprisa, repitiendo la asombrosa Ley. Aparentemente, las bestias me habían transmitido su entusiasmo, mientras en mi interior la risa y el asco libraban su propia batalla.
Recitamos una larga lista de prohibiciones, hasta que el canto adoptó una nueva fórmula:

––Suya es la Casa del Dolor.

––Suya es la Mano que crea.

––Suya es la Mano que hiere.

––Suya es la Mano que cura.

Y así, toda otra larga sarta de palabras ––en su mayoría incomprensibles para mí–– sobre Él, quienquiera que fue se. Podría haber supuesto que se trataba de un sueño, pero jamás había oído cantar en sueños.

––Suyo es el rayo cegador ––continuamos––. Suyo el pro fundo mar salado.

Se me ocurrió entonces la terrible idea de que Moreau, tras animalizar a aquellos hombres, había infectado sus cerebros enanos con una especie de deificación de sí mis mo. Sin embargo, la conciencia de los dientes blancos y las poderosas garras que me rodeaban era demasiado in tensa para dejar de cantar.

––Suyas son las estrellas del cielo.

Por fin concluyó el canto. La cara del Hombre Mono brillaba de sudor y, ahora que mis ojos ya se habían acos tumbrado a la oscuridad, aprecié más claramente el bulto del rincón, de donde venía la voz. Era del tamaño de un hombre, pero parecía cubierto de pelo gris, como un skye-terrier. ¿Qué era aquello? ¿Qué eran todos ellos? Imagínenme allí, rodeado por las criaturas más horribles, tullidas y fanáticas que quepa concebir, y compren derán cómo me sentía entre aquellas grotescas caricatu ras de seres humanos.

La Isla del Doctor Moreau
H. G. Wells

domingo, 24 de enero de 2010

La Reina de los Condenados

—¿Dónde estamos? —le pregunté a ella.

Aturdido, vi que se volvía y levantaba cariñosamente sus manos para acariciar mi pelo y mi cara. El alivio se derramó por todo mi cuerpo. Pero el crudo sufrimiento del lugar era demasiado intenso para que el alivio tuviese mucha importancia. Así pues, ella no me había destruido; me había llevado al infierno. ¿Con qué propósito?
Alrededor de mí, todo era miseria, desesperación. ¿Qué cosa o acto podría anular el sufrimiento de todas aquellas miserables gentes?

—Mi pobre guerrero —dijo con los ojos llenos de lágrimas ensangrentadas—. ¿No sabes dónde estamos?

No respondí.
Habló despacio, cerca de mi oído:

—¿Quieres que te recite los nombres como un poema? —interrogó—. Calcuta, si lo deseas, o Etiopía; o las calles de Bombay; esas pobres almas podrían ser campesinos de Sri Lanka; o del Pakistán; o de Nicaragua o de El Salvador. No importa lo que es; lo que importa es cuánto hay; lo que importa es que, por todas partes, alrededor de los oasis de vuestras rutilantes ciudades occidentales, existe; ¡es tres cuartas partes del mundo! Abre los oídos, querido; escucha sus plegarias; escucha el silencio de los que han aprendido a rezar para nada. Porque nada ha sido siempre su parte, sea cual sea el nombre de su nación, de su ciudad, de su tribu.

Juntos salimos a las calles embarradas; pasamos por delante de montones de excrementos y putrefactos charcos, los perros famélicos nos salían al encuentro y las ratas cruzaban disparadas ante nuestro paso. Llegamos a las ruinas de un antiguo palacio. Los reptiles se deslizaban por entre las piedras. Enjambres de mosquitos llenaban la oscuridad. Piltrafas de hombres yacían en una larga hilera junto a las aguas de un arroyo pestilente. Más allá, en la ciénaga, cadáveres henchidos, podridos, olvidados.
A los lejos, por la carretera, pasaban los camiones, enviando sus ronquidos a través del sofocante calor como si fueran truenos. La miseria del lugar era como un gas letal, que me envenenaba mientras permanecía allí. Aquel era el confín mísero del jardín salvaje del mundo, el rincón en donde la esperanza no podía florecer. Aquello era un pozo negro.

—Pero ¿qué podemos hacer? —pregunté en un susurro—. ¿Por qué hemos venido aquí? —De nuevo su belleza me distrajo; la mirada de compasión que súbitamente la afectó me provocó ganas de llorar.

—Podemos reformar el mundo —dijo—, tal como te expliqué. Podemos hacer que los mitos sean reales; y vendrá el tiempo en que esto será un mito, en que los humanos no conocerán una tal degradación. Nos encargaremos de ello, mi amor.

—Pero son ellos quienes tienen que resolverlo, ¿no? No es solamente su obligación, es su derecho. ¿Cómo podemos ayudarlos en algo así? ¿Cómo puede nuestra intervención no conducir a la catástrofe?

La Reina de los Condenados
Crónicas Vampíricas #3
Anne Rice

sábado, 23 de enero de 2010

Hannibal


Fotograma de la película Hannibal

Música proveniente del clavicémbalo de un rincón.
Sentado al instrumento, el doctor Lecter, en esmoquin.
El doctor alzó los ojos y, al verla contuvo el aliento. Sus manos también se detuvieron, abiertas sobre el teclado. Las notas del clavicémbalo apenas duran y, en el repentino silencio de la sala,
Starling pudo oírlo inspirar. Ante el fuego los esperaban dos copas. Lillet con una rodaja de naranja. El doctor se acercó a cogerlas y le tendió una.

—Aunque pudiera verte cada día, siempre recordaría este momento -le dijo él, mientras sus oscuros ojos la envolvían.

—¿Cuántas veces me ha visto, que yo no sepa?

—Sólo tres.

—Pero aquí...

—Esto está fuera de tiempo, y lo que haya podido ver mientras cuidaba de ti no compromete tu intimidad. Está guardado en el lugar que le corresponde, con las mediciones de tu temperatura y tu tensión arterial. Aunque tengo que confesarte que es un placer verte dormida. Eres muy hermosa, Clarice.

—El aspecto es un accidente, doctor Lecter.

—Si el atractivo fuera un premio a los merecimientos, seguirías siendo hermosa.

—Gracias.

—No me des las gracias.

Un movimiento imperceptible de la cabeza le bastó para expresar su incomodidad tan bien como si hubiera arrojado la copa al fuego.

—Lo he dicho como lo siento -aseguró Starling-. ¿Hubiera preferido que dijera ‘Me alegro de que me vea así’? Hubiera sido más original, e igual de cierto.

Starling se llevó la copa a los labios bajo su tranquila mirada de campesina, que no ocultaba nada.
En ese momento el doctor Lecter comprendió que, a pesar de todos sus conocimientos y su perspicacia, nunca sería capaz de predecir sus reacciones totalmente, o de poseerla por completo. Podía alimentar la oruga, podía susurrar a través de la crisálida, pero lo que surgiera después obedecería a su propia naturaleza y estaría fuera de su control. Se preguntó si llevaría la 45 en la pierna, bajo el vestido. Clarice Starling le sonrió, las esmeraldas captaron el resplandor de la chimenea y el monstruo, desarmado, se felicitó por su exquisito gusto y su astucia.

Hannibal
Thomas Harris

Soy Leyenda


Cayó contra la ventana, y miró a la calle. Estaba llena de gente. Se agrupaban a la luz grisácea de la mañana. El sonido de sus voces llega­ba a él como el zumbido de abejas. Neville los miró, agarrado con la mano izquierda de los barrotes y con los ojos febriles.
Entonces alguien lo vio.

Durante un rato las voces se elevaron un poco. Se oyeron algunos gritos.

Pero luego el silencio se extendió sobre sus cabezas como una pesa­da capa. Todos volvieron hacia Neville sus rostros pálidos. Neville los observó serenamente. Y de pronto razonó: Yo soy el anormal. La nor­malidad es un concepto mayoritario. Norma de muchos, no de uno solo.
Y comprendió la expresión que reflejaban aquellos rostros: angus­tia, miedo, horror. Le tenían miedo. Ellos le veían como un monstruo terrible y desconocido, de una malignidad más odiosa que la de la plaga. Un espectro invisible que como prueba de su existencia sem­braba el suelo con los cadáveres desangrados, de sus seres queridos. Y Neville los comprendió, y dejó de odiarlos. La mano derecha apretó el paquetito de pildoras. Por lo menos el fin no sería violento, por lo menos no habría una carnicería...

Neville observó a los nuevos habitantes de la tierra. No era uno de ellos. Semejante a los vampiros, era un anatema y un terror oscuro que debían eliminar y destruir. Y de pronto nació la nueva idea, divir­tiéndolo, a pesar del dolor.

Tosió carraspeando. Se dio vuelta y se apoyó en la pared mientras se tomaba las pildoras. Se estrecha el círculo. Un nuevo terror nacido de la muerte, una nueva superstición que invade la fortaleza del tiempo.

Soy leyenda.

Soy Leyenda
Richard Matheson

jueves, 7 de enero de 2010

Ese General

ESE GENERAL

-Aquí está el general.

¿Qué quiere el general?
- Una espada desea el general.
-Ya no existen espadas, general.
¿Qué quiere el general?
-Un caballo desea el general.
-Ya no existen caballos, general.
¿Qué quiere el general?
-Otra batalla quiere el general.
-Ya no existen batallas, general.
¿Qué quiere el general?
-Una amante desea el general.
-Ya no existen amantes, general.
¿Qué quiere el general?
-Un gran tonel de vino desea el general.
Ya no hay tonel ni vino, general.
¿Qué quiere el general?
-Un buen trozo de carne desea el general.
-Ya no existen ganados, general.
¿Qué quiere el general?
-Comer yerbas desea el general.
-Ya no existen los pastos, general.
¿Qué quiere el general?
-Beber agua desea el general.
-Ya no existe más agua general.
¿Qué quiere el general?
-Dormir en una cama desea el general.
-Ya no hay cama ni sueño, general.
¿Qué quiere el general?
-Perderse por la tierra desea el general.
-Ya no existe la tierra, general.
¿Qué quiere el general?
-Morirse como un perro desea el general.
-Ya no existen los perros, general.
¿Qué quiere el general?
¿Qué quiere el general?
Parece que está mudo el general.
Parece que no existe el general.
Parece que se ha muerto el general.
que ya, ni como un perro, se ha muerto el general,
que el mundo destruido, ya sin el general,
va a empezar nuevamente, sin ese general.

Ese General
Sueños del Marinero
Rafael Alberti

miércoles, 6 de enero de 2010

La Broma Asesina



Batman, La Broma Asesina
Alan Moore
Brian Bolland

martes, 5 de enero de 2010

¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!

¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Terminó nuestro espantoso viaje,
El navío ha salvado todos los escollos, hemos ganado el premio codiciado,
Ya llegamos a puerto, ya oigo las campanas, ya el pueblo acude gozoso,
Los ojos siguen la firme quilla del navío resuelto y audaz;
Más, ¡oh, corazón, corazón, corazón!
¡Oh, las rojas gotas sangrantes!
Ved, mi Capitán en la cubierta
Yace frío y muerto.

¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Levántate y escucha las campanas;
Levántate, para ti flamea la bandera, para ti suena el clarín,
Para ti los ramilletes y guirnaldas engalanadas, para ti la multitud se agolpa en la playa,
A ti te llama la masa móvil del pueblo, a ti vuelve sus rostros anhelantes;
¡Ea, Capitán! ¡Padre querido!
¡Que tu cabeza descanse en mi brazo!
Esto es un sueño: en la cubierta
Yace frío y muerto.

Mi Capitán no responde, sus labios están pálidos e inmóviles,
Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso, ni voluntad,
El navío ha anclado sano y salvo; su viaje, acabado y concluido,
Del horrible viaje el navío victorioso llega con su trofeo;
¡Exultad, oh, playas, y sonad, oh, campanas!
Más yo con pasos fúnebres,
Recorro la cubierta donde mi Capitán
Yace frío y muerto.

¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!
Walt Whitman

Los Doce Césares


LXXXI. Prodigios evidentes anunciaron a César su próximo fin. Escasos meses antes, los colonos a quienes la ley Julia había otorgado terrenos en la Campania, para construir casas de campo, destruyeron antiquísimos sepulcros, y con tanto más afán cuanto que en las excavaciones que hacían solían encontrar vasos de labores antiguas. En un sepulcro que guardaba, según decían, los restos de Capys, fundador de Capua, encontraron una plancha de bronce que conservaba en caracteres y palabras griegas la siguiente inscripción: Cuando se descubran las cenizas de Capys, un descendiente de Iulo perecerá a manos de sus deudos, pero
no tardará en ser vengado por las desgracias de Italia y para que no se crea que esto es fábula inventada a capricho, citaré en mi apoyo a Cornelio Balbo, intimo amigo de César. Pocas fechas antes de su muerte supo que los caballos consagrados por él a los dioses antes de pasar el Rubicón, y que habían dejado vagar sin amo, se negaban a comer y lloraban; por su parte, el arúspice Spurinna le advirtió, durante un sacrificio, que se guardase del peligro que le amenazaba para los idus de marzo. La víspera de estos mismos idus, habiendo penetrado en la sala del Senado, llamada de Pompeyo, un reyezuelo con una rama de laurel en el pico, aves de diferentes clases, salidas de un bosque vecino, se lanzaron sobre él y lo despedazaron. Por último, la noche que precedió al día de su muerte, creyó en sueños que se remontaba sobre las nubes y ponía su mano en la de Júpiter; y a su vez su esposa Calpurnia soñó que se desplomaba el techo de su casa y que mataban a su esposo en sus brazos, mientras las puertas de su habitación se abrían violentamente por sí mismas. Todos estos presagios y el mal estado de su salud le hicieron vacilar por largo tiempo acerca de si permanecería en su casa aplazando
para el día siguiente lo que había propuesto al Senado; pero exhortado por Décimo Bruto a no hacer aguardar inútilmente a los senadores que estaban reunidos desde temprano salió de casa hacia la hora quinta. En el camino un desconocido le presentó un escrito en el que le revelaba la conjuración; César le cogió y lo unió a los demás que llevaba en la mano izquierda con la intención de leerlos luego. Las víctimas que se inmolaron en seguida dieron presagios desfavorables; pero, dominando sus escrúpulos religiosos, entró en el Senado y dijo burlándose a Spurinna que eran falsas sus predicciones porque habían llegado los idus de marzo sin traer ninguna desgracia, a lo que éste le contestó que hablan llegado, pero no habían aún pasado.


LXXXII. En cuanto se sentó, le rodearon los conspiradores con pretexto de saludarle; en el acto Cimber Telio, que se había encargado de comenzar, acercósele como para dirigirle un ruego; mas negándose a escucharle e indicando con el gesto que dejara su petición para otro momento, le cogió de la toga por ambos hombros, y mientras exclamaba César: Esto es violencia, uno de los Casca, que se encontraba a su espalda, lo hirió algo más abajo de la garganta. Cogióle César el brazo, se lo atravesó con el punzón y quiso levantarse, pero un nuevo golpe le detuvo. Viendo entonces puñales levantados por todas partes, envolviese la cabeza en la toga y bajóse con la mano izquierda los paños sobre las piernas, a fin de caer más noblemente, manteniendo oculta la parte inferior del cuerpo. Recibió veintitrés heridas, y sólo a la primera lanzó un gemido, sin pronunciar ni una palabra. Sin embargo, algunos escritores refieren que viendo avanzar contra él a M. Bruto, le dijo en lengua griega: ¡Tú también, hijo mío!. Cuando le vieron muerto, huyeron todos, quedando por algún tiempo tendido en el suelo, hasta que al fin tres esclavos le llevaron a su casa en una litera, de la que pendía uno de sus brazos. Según testimonio del médico Antiscio, entre todas sus heridas sólo era mortal la segunda que había recibido en el pecho.

Los Doce Césares
Cayo Suetonio Tranquilo

lunes, 4 de enero de 2010

Coraline

Dave Mckean

—Buenas tardes —la saludó el gato.

Parecía que la voz estaba dentro de la cabeza de Coraline y ponía en palabras su pensamiento; pero no era la voz de una niña, sino la de un hombre.

—Hola —respondió Coraline—. Vi un gato igual que tú en el jardín de mi casa. Debes de ser el otro gato.

El gato negó con la cabeza.

—No —replicó—. No soy el otro. Soy yo. —Ladeó la cabeza y sus ojos verdes centellearon—. Vosotros, los seres humanos, os habéis extendido por todas partes. En cambio, los gatos nos mantenemos unidos y en nuestro sitio. Tú ya me entiendes.

—Creo que sí. Pero, si eres el mismo gato que vi en casa, ¿cómo sabes hablar?

Los gatos no tienen hombros, al menos no como las personas. Pero el gato se encogió como si los tuviese, con un delicado movimiento que comenzó en el extremo de la cola y terminó con la elevación de los bigotes.

—Simplemente hablo.

—Los gatos de mi casa no hablan.

—¿No? —se extrañó el animal.

—No —contestó Coraline.

El gato saltó con elegancia desde el muro hasta los pies de la niña, y la miró fijamente.

—Bueno, tú eres la experta en estas cosas —comentó el gato con sequedad—. Al fin y al cabo, ¿qué puedo saber yo? Sólo soy un gato.

Comenzó a alejarse con la cabeza y la cola muy erguidas, en un gesto de orgullo.

—Vuelve, por favor —le pidió Coraline—. Lo siento, lo siento de veras. —El animal se detuvo, se sentó y se dedicó a limpiarse concienzudamente, ignorando la existencia de la niña—. Nosotros..., en fin, podríamos ser amigos, ¿no crees? —añadió.

—También podríamos ser raros ejemplares de una exótica raza de elefantes africanos bailarines —respondió el gato—. Pero no lo somos. Por lo menos —continuó con tono rencoroso, tras clavar una breve mirada en Coraline—, yo no.

La niña suspiró.

—Perdóname, por favor. ¿Cómo te llamas? Mira, yo soy Coraline, ¿vale?

El gato bostezó cautelosa y prolongadamente, revelando al hacerlo una boca y una lengua de un asombroso color rosa.

—Los gatos no tenemos nombre.

—¿No? —dudó Coraline.

—No —corroboró el gato—. Vosotros, las personas, tenéis nombres porque no sabéis quiénes sois. Nosotros sabemos quiénes somos, por eso no necesitamos nombres.

Coraline
Neil Gaiman

domingo, 3 de enero de 2010

Las nieblas de Avalón

«En este mismo sitio, en aquel otro mundo, debe de estar la iglesia en la que rinden culto los cristianos antiguos; algo del carácter sagrado de Avalón parece haberse filtrado entre los mundos, a través de las brumas», pensó. No se arrodilló ni hizo la señal de la cruz, pero inclinó la cabeza ante, el altar, hasta que la muchacha le tiró delicadamente de la mano.

—Venid a nuestra capilla, la de las hermanas. Venid, madre.

Morgana la siguió hasta la pequeña capilla lateral. Allí había flores: brazadas de flores de manzano, ante una estatua que representaba a una mujer velada y coronada por un halo de luz, con un niño en los brazos. Morgana aspiró una trémula bocanada de aire e inclinó la cabeza ante la Diosa.

—Aquí tenemos a la Madre de Cristo —dijo la muchacha—. María, sin pecado concebida. Dios es tan grande y terrible que siempre tengo miedo delante de su altar, pero aquí podemos venir como a nuestra Madre. Y tenemos estatuillas de nuestras santas: Magdalena, que amaba a Jesús y le secó los pies con su cabello, y Marta, que cocinó para él. Y aquí, una estatua muy antigua que nos dio nuestro obispo; es una santa de su tierra natal, llamada Brígida...

Al observar la estatua de Brígida, Morgana percibió el poder que manaba de ella, grandes oleadas que impregnaban la capilla.

«Pero Brígida no es una santa cristiana —pensó, inclinando la cabeza—, aunque así lo crea Patricio. Ésta es la Diosa tal como la adoran en Irlanda. Estas mujeres, aunque piensen otra cosa, sienten el poder de la Inmortal. Por mucho que la destierren, Ella prevalecerá. La Diosa jamás se apartará de la humanidad.»

Y Morgana, con la cabeza gacha, susurró la primera oración sincera que había pronunciado en una iglesia cristiana.

—Oh, mirad —dijo la novicia, cuando salieron nuevamente a la luz del día—, aquí también tenemos espinos santos, aunque no es el que plantasteis en la tumba de vuestra parienta.

«¿Y yo creí que podía mediar en esto?», se dijo Morgana. Así como todo lo consagrado se mudaba de Avalón al mundo de los hombres, donde era más necesario, así había llegado esa planta sagrada.

—Sí, tenéis el Santo Espino. Y en días venideros, mientras perdure este país, todas las reinas lo recibirán en Navidad, como prenda de quien reina tanto en el Cielo como en Avalón.

—No sé de qué estáis hablando, madre, pero os agradezco la bendición —dijo la joven novicia—. La abadesa os espera en la casa de huéspedes para desayunar con vos. Pero tal vez queráis rezar un rato en la capilla de la Señora. A veces la Santa madre puede aclararnos las cosas, si una está sola con Ella.

Morgana asintió sin poder hablar.

—Muy bien —dijo la muchacha—. Cuando estéis dispuesta, no tenéis más que ir a la casa de huéspedes.
Morgana volvió a la capilla y, con la cabeza inclinada, se dejó caer finalmente de rodillas.

—Perdóname, Madre —susurró—, por haber creído que tenía que hacer lo que, ahora bien lo veo, puedes obrar por ti misma. La Diosa está dentro de nosotros, sí, pero ahora sé que también estás en el mundo, ahora y siempre, así como en Avalón y en el corazón de todos los hombres y mujeres. Vive ahora también en mí y guíame: dime cuándo tengo que dejar que sólo se haga tu voluntad.

Pasó largo rato en silencio, de rodillas, con la cabeza inclinada. Por fin levantó la mirada, como si algo la obligara. Tal como la había visto en el altar de la antigua hermandad cristiana de Avalón, tal como la viera entre sus manos en el salón de Arturo, divisó una luz en el altar, y en las manos de la Señora... y la sombra, sólo la sombra de un cáliz.

«Está en Avalón, pero también aquí. Está en todas partes. Y quienes necesiten de un signo en este mundo lo verán siempre.»

Percibió un dulce perfume que no provenía de las flores. Y por un instante le pareció oír la voz de Igraine que le susurraba..., pero no distinguió las palabras... Y eran las manos de Igraine las que le tocaban la cabeza. Al levantarse, cegada por las lágrimas, cayó súbitamente sobre ella algo parecido a un torrente de luz:

«No, no fracasamos. Lo que dije a Arturo para consolarlo en su agonía era la verdad. Yo ejecuté la obra de la Madre en Avalón, hasta que quienes llegaron después de nosotros pudieron, por fin, traerla a este mundo. No fracasé: hice lo que Ella me había asignado. No fue Ella, sino yo, en mi orgullo, quien creí que podría haber hecho más.»

Fuera de la capilla el sol calentaba la tierra y había un fresco aroma de primavera en el aire. Cuando la brisa matinal movió los manzanos, Morgana vio que las flores darían fruta a su tiempo.

Volvió la cara hacia la casa de huéspedes. ¿Tenía que ir a desayunar con las monjas, hablar quizá de los viejos tiempos en Camelot? Morgana sonrió ligeramente. No; le despertaban la misma ternura que los manzanos en flor, pero aquel tiempo había pasado. Volvió la espalda al convento y descendió hacia el lago por el viejo camino de la costa. Por allí había un sitio donde el velo que separaba ambos mundos se volvía más sutil. Ya no necesitaba invocar la barca: le bastaba con cruzar aquellas brumas para entrar en Avalón.

Su obra había concluido.

Las Nieblas de Avalón
Marion Zimmer Bradley

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#8 A vista de Pájaro
Alan Moore (Guión)
Gene Ha & Zander Cannon (Ilustraciones)

sábado, 2 de enero de 2010

La Mano Izquierda de la Oscuridad

MESHE ES EL CENTRO del tiempo. El momento en que lo vio todo claramente llegó a él cuando había vivido treinta años en la tierra, y luego de ese momento vivió otros treinta años en la tierra, de modo que la visión ocurrió en el centro de su vida. Y todas las edades anteriores a la visión fueron tantas como serán después de la visión que ocurrió en el cenrto del tiempo. Y en el centro del tiempo no hay tiempo pasado ni tiempo por venir. No ha sido ni está por venir. Es todo. Nada queda oculto.
[...]
La vida del hombre está en el centro del tiempo, pues todo es visto por los ojos de Meshe, y reside en el ojo. Somos las pupilas del ojo. Nuestros actos son su visión, nuestro ser es su conocimiento.
[...]
En el ojo de Meshe están todas las estrellas, y la oscuridad entre las estrellas, y todas resplandecen.
En el momento de la visión, Meshe vio todo el cielo como si fuera un único sol. Sobre la tierra y bajo la tierra toda la esfera del cielo resplandecía como la superficie del sol, y no había oscuridad. Pues Meshe vio no lo que está, ni lo que será, sino lo que es. Las estrellas que escapan y se llevan la luz están todas presentes en el ojo de Meshe y toda la luz brilla en el presente.
Sólo en el ojo mortal hay oscuridad, el ojo que cree ver, y no ve. En la visión de Meshe no hay oscuridad.
Así quienes invocan la oscuridad son insensatos que Meshe escupe fuera de su boca, pues dan nombre a lo que no es llamándolo origen y término.
No hay origen ni término, pues todas las cosas están en el centro del tiempo. Así como una gota de lluvia que cae en la noche puede reflejar todas las estrellas, así también todas las estrellas reflejan la gota de lluvia. No hay oscuridad ni muerte, pues todas las cosas son, a luz del momento, y el fin y el comienzo son uno.
Un centro, una visión, una ley, una luz. ¡Mira ahora en el Ojo de Meshe!


La Mano Izquierda de la Oscuridad
Ursula K. Le Guin

El Jardín Secreto


Monet

Volvió a sentarse a su lado y continuó explicándole la manera de plantar las flores, observarlas y alimentarlas.

–Oye –le dijo–, si tú quieres, te las plantaré. ¿Dónde está tu jardín?

Mary unió fuertemente sus manos y cambió de color. Se sentía miserable y no sabía qué decir. No había previsto esta eventualidad.

–Porque te dieron un pedazo de jardín, ¿verdad? –dijo Dickon sorprendido al advertir su turbación–. ¿O es que no te lo quieren dar?

Apretando aun más las manos ella volvió sus ojos hacia él.

–Yo no conozco otros niños –dijo lentamente–. ¿Puedes guardarme una confidencia?
Es un jardín secreto y creo que me moriría si lo descubren –terminó diciendo con fiereza.

Dickon estaba cada vez más extrañado. Volvió a rascarse la cabeza y respondió con buen humor:

–Yo siempre guardo los secretos. Si no lo hiciera, otros niños sabrían dónde se encuentran las crías de los zorros o los nidos de los pájaros y nada estaría a salvo en el páramo. ¡Sí, sé guardar secretos!

–He robado un jardín –dijo rápidamente Mary–. No es mío, pero tampoco le pertenece a nadie. No lo quieren y no entran en él. Por eso no tienen derecho a quitármelo porque lo han dejado destruirse –terminó diciendo apasionadamente mientras se cubría su cara con los brazos y rompía a llorar. ¡Pobre pequeña Mary!

Los curiosos ojos de Dickon reflejaron simpatía, lo que alentó a la niña.

–¿Dónde se encuentra? –preguntó Dickon, bajando la voz.

Sin importarle lo que pudiera suceder, ella se levantó y, en un instante, volvió a ser la imperiosa niña de antes.

–Ven conmigo y te lo mostraré –dijo.

Dickon la siguió con una mirada extraña y triste. Tenía la sensación de que lo único que iba a descubrir era algún nido de pájaro. Mas, cuando Mary levantó la cortina de hiedra, se sobresaltó al ver que cubría una puerta. La niña empujó suavemente y entraron juntos.

Mary se detuvo, agitó su mano provocativamente y dijo:

–¡Este es el jardín secreto y soy la única que quiere que sobreviva!


El Jardín Secreto
Frances Hodgson Burnett

viernes, 1 de enero de 2010

Jazz Maynard





Jazz Maynard
#1. Home Sweet Home
Raule & Roger

Noches Eternas




Noches Eternas
#5 Hacia Dentro
Neil Gaiman (Guión)
Bill Sienkiewicz (Ilustraciones)