––No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?
––No sorberás la bebida; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?
––No comerás carne ni pescado; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?
––No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?
Y así, de la prohibición de estos actos de locura, pasa ron a la prohibición de lo que entonces me parecieron las cosas más demenciales, imposibles e indecentes que na die pueda imaginar.
Una especie de fervor rítmico se apoderó de todos no sotros; bailábamos cada vez más deprisa, repitiendo la asombrosa Ley. Aparentemente, las bestias me habían transmitido su entusiasmo, mientras en mi interior la risa y el asco libraban su propia batalla.
Recitamos una larga lista de prohibiciones, hasta que el canto adoptó una nueva fórmula:
––Suya es la Casa del Dolor.
––Suya es la Mano que crea.
––Suya es la Mano que hiere.
––Suya es la Mano que cura.
Y así, toda otra larga sarta de palabras ––en su mayoría incomprensibles para mí–– sobre Él, quienquiera que fue se. Podría haber supuesto que se trataba de un sueño, pero jamás había oído cantar en sueños.
––Suyo es el rayo cegador ––continuamos––. Suyo el pro fundo mar salado.
Se me ocurrió entonces la terrible idea de que Moreau, tras animalizar a aquellos hombres, había infectado sus cerebros enanos con una especie de deificación de sí mis mo. Sin embargo, la conciencia de los dientes blancos y las poderosas garras que me rodeaban era demasiado in tensa para dejar de cantar.
––Suyas son las estrellas del cielo.
Por fin concluyó el canto. La cara del Hombre Mono brillaba de sudor y, ahora que mis ojos ya se habían acos tumbrado a la oscuridad, aprecié más claramente el bulto del rincón, de donde venía la voz. Era del tamaño de un hombre, pero parecía cubierto de pelo gris, como un skye-terrier. ¿Qué era aquello? ¿Qué eran todos ellos? Imagínenme allí, rodeado por las criaturas más horribles, tullidas y fanáticas que quepa concebir, y compren derán cómo me sentía entre aquellas grotescas caricatu ras de seres humanos.
La Isla del Doctor Moreau
H. G. Wells
H. G. Wells
2 comentarios:
jooo ¿¿no se puede cazar a otros hombrees?? pues vaya mieerda de ley =(
jajajaja es que... en realidad no son hombres los pobrecicos...
Publicar un comentario