jueves, 31 de diciembre de 2009

El Incal



El Incal
3# Lo Que Está Abajo
Jodorowsky (Guión)
Moebius (Ilustraciones)

miércoles, 30 de diciembre de 2009

Bruja Mala Nunca Muere

Apreté la mandíbula. No, no quería morir a manos de un vampiro. Especialmente uno que me dijese que lo sentía mientras me mataba.
Busqué su mirada al otro lado de la atestada mesa. Allí estaba ella, sentada con su bata negra y sus pantuflas, tan peligrosa como una esponja. Su necesidad de que yo aceptase sus disculpas era tan sincera y obvia que dolía. Pero yo no podía hacerlo, al menos todavía. Alargué un dedo para acercarme el libro.

- ¿Qué es?

- Es... una guía para ligar - dijo dubitativa.

Me sobresalté y retiré la mano como si me hubiese picado.

- Ivy, no.

- Espera - dijo - No es eso lo que quiero decir. Me envías señales confusas. Mi cabeza sabe que no lo haces a propósito, pero mis instintos... - Frunció el ceño - Resulta embarazoso, pero los vampiros, vivos o muertos, se rigen por instintos principalmente provocados por... los olores - Terminó de decir a modo de disculpa - Solo te pido que leas los gestos provocativos y que no los hagas.

Bruja Mala Nunca Muere
Kim Harrison

viernes, 25 de diciembre de 2009

Madame Xanadú







Madame Xanadú (#6 USA)

Matt Wagner (Guión)
Amy Reeder Hadley (Dibujo)

jueves, 24 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad

¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso, incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y el agua de nieve, podían jactarse de aventajarle en un sola cosa: en que con frecuencia "bajaban" gallardamente, y Scrooge, nunca.

Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente: "Querido Scrooge, ¿cómo estáis? ¿Cuándo iréis a verme?" Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: "Es mejor ser ciego que tener mal ojo".

¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba: seguir su camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda humana simpatía para conservar la distancia.

Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, crudísimo y nebuloso, y podía oír a la gente que pasaba jadeando arriba y abajo, golpeándose el pecho con las manos y pateando sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes públicos acababan de dar las tres: pero la obscuridad era casi completa -había sido obscuro todo el día-, y por las ventanas de las casas vecinas se veían brillar las luces como manchas rubias en el aire moreno de la tarde. La bruma se filtraba a través de todas las hendeduras y de los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la calleja era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como meros fantasmas. Al ver la sórdida nube extenderse, oscureciéndolo todo, uno podría haber pensado que la Naturaleza se estuviera echando encima y estuviera tramando algo a gran escala.

Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su dependiente, que en una celda lóbrega y apartada, una especie de cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre, pero la del dependiente era mucho más escasa: parecía una sola ascua; mas no podía aumentarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la pala, sin duda que su amo habría considerado necesario despedirle. Así, el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en la llama de la bujía: pero, como no era hombre de gran imaginación: fracasó en el intento.

-¡Felices Pascuas, tío! ¡Dios os guarde! -gritó una voz alegre.

Era la voz del sobrino de Scrooge, que cayó sobre él con tal precipitación. que fue el primer aviso que tuvo de su aproximación.

-¡Bah! --dijo Scrooge-. ¡Paparruchas!


Este sobrino de Scrooge se hallaba tan arrebatado a causa de la carrera a través de la bruma y de la helada, que estaba todo encendido: tenía la cara como una cereza, sus ojos chispeaban y humeaba su aliento.

-Pero. tío: ¿una paparrucha la Navidad? -dijo el sobrino de Scrooge-. Seguramente no habéis querido decir eso.

-Sí -contestó Scrooge-~. ¡Felices Pascuas! ¿Qué derecho tienes tú para estar alegre? ¿Qué razón tienes tú para estar alegre? Eres bastante pobre.

-¡Vamos! -replicó el sobrino alegremente-. ¿Y qué derecho tenéis vos para estar triste? ¿Qué razón tenéis para estar cabizbajo? Sois bastante rico.

No disponiendo Scrooge de mejor respuesta en aquel momento, dijo de nuevo: "¡Bah!" Y a continuación: "¡Paparruchas!"


Un Cuento de Navidad (A Christmas Carol)

Charles Dickens

miércoles, 23 de diciembre de 2009

La Canción del Pirata

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:

Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.


La Canción del Pirata

Antología Poética

José de Espronceda


Stardust

Estaba hechada bajo el avellano, en una extraña posicion, y contempló a Tristan con una mirada rabiosa de absoluta enemistad. Arrancó otro terron de tierra y alzó la mano, amenazadora, pero no lo tiró.
Tenía los ojos rojos e irritados. Su pelo era tan rubio que casi era blanco, su vestido era de seda azul y relucía a la luz de la vela.
- Me he roto la pierna - dijo la joven.
- Lo siento - dijo Tristan-. Pero la estrella.
- Me he roto la pierna - insistió ella, con tristeza al caer. - y con estas palabras, volvió a arrojarle un terrón. Al mover el brazo, desprendió un polvo brillante.
El terrón golpeó a Tristan en el pecho.
- Vete - sollozó ella, enterrando la cara entre los brazos-. Vete y dejame en paz.
- Tu eres las estrella - dijo Tristan, que al fin comprendió.

Stardust
Neil Gaiman

martes, 22 de diciembre de 2009

Simon Dark








What Simon Does
Simon Dark # 2

Steve Niles (Guión)
Scott Hamptom (Dibujo)

Sin Noticias de Gurb

15.00 Ahora que dispongo de dinero, decido recorrer la zona céntrica de la ciudad y visitar sus afamados comercios. Ha vuelto a nublarse, pero por el momento parece que el tiempo aguanta.

16.00 Entro en una boutique. Me compro una corbata. Me la pruebo. Considero que me favorece y me compro noventa y cuatro corbatas iguales.

16.30 Entro en una tienda de artículos deportivos. Me compro una linterna, una cantimplora, un camping buta-gas, una camiseta del Barça, una raqueta de tenis, un equipo completo de wind-surf (de color rosa fosforescente) y treinta pares de zapatillas de jogging.

17.00 Entro en una charcutería y me compro setecientos jamones de pata negra.

17.10 Entro en una frutería y me compro medio kilo de zanahorias.

17.20 Entro en una tienda de automóviles y me compro un Maseratti.

17.45 Entro en una tienda de electrodomésticos y lo compro todo.

18.00 Entro en una juguetería y me compro un disfraz de indio, ciento doce braguitas de Barbie y un trompo.

18.30 Entro en una bodega y me compro cinco botellas de Baron Mouchoir Moqué del 52 y una garrafa de ocho litros de vino de mesa El Pentateuco.

19.00 Entro en una joyería, me compro un Rolex de oro automático, sumergible, antimagnético y antichoque y lo rompo in situ.

19.30 Entro en una perfumería y me compro quince frascos de Eau de Ferum, que acaba de salir.

20.00 Decido que el dinero no da la felicidad, desintegro todo lo que he comprado y continúo
caminando con las manos en los bolsillos y el ánimo ligero.

20.40 Mientras paseo por las Ramblas, el cielo se cubre de nubarrones y retumban unos truenos: es evidente que se aproxima una perturbación acompañada de aparato eléctrico.

20.42 Por culpa de mi puñetera radiactividad, me caen tres rayos encima. Se me funde la hebilla de cinturón y la cremallera de la bragueta. Se me ponen todos los pelos de punta y no hay quién los domeñe: parezco un puerco espín.

20.50 Todavía cargado de electricidad estática, al tratar de comprar la Guía del ocio pego fuego al kiosco.


Sin Noticias de Gurb
Eduardo Mendoza

lunes, 21 de diciembre de 2009

El gato Borba

El gato Borba y el perro Canelo eran muy amigos. Desde pequeñitos vivían en el mismo barrio, por lo que estaban muy unidos.
Jugaban al escondite, a tula y a policías y ladrones. Este último juego era el que más les gustaba. Unas veces Borba hacía de guardia y Canelo, de ladrón. Otras veces era al revés.
¿Nunca has oído decir de dos personas que se pelean "como el perro y el gato"? Pues nuestros dos amigos nunca se peleaban, a pesar de que eran, de verdad, un perro y un gato.
De vez en cuando, Canelo le hacía rabiar un poco a Borba, cantándole esa cancioncilla que dice: Le pegué un paaaalo al gaaaatoooo y el gato noooo se murióóóó.
Pero Borba no se enfadaba y los dos seguían tan amigos como siempre.

Cuando tuvieron la edad para ir a la escuela, Canelo, que era un pastor alemán, decidió estudiar en la Escuela de Policía.
Entionces, fue Borba y le dijo a su madre: -¿Sabes qué, mamá? ¡Yo también voy a ser policía!
Doña Gata se rió: -Pero ¿tú has visto alguna vez un gato policía, hijo?
-¡Hombre, mamá! Si hay perros policías, ¿por queé no va a haber gatos policías?
Pero doña Gata le explicó: -Hijo mío, los gatos son gatos y los perros son perros. Hay gatos siameses, gatos de Angora, y también está ese famoso Gato con Botas. Pero gatos policías... eso nunca lo ha habido.
-Pero, mamá, que nunca haya habido no quiere decir que no pueda haber uno. Además... ¡ésa es mi vocación!

Canelo se traía todos los días deberes a casa.
-Hoy tengo que descubrir quién le roba la leche a doña Marocas. ¿Quieres ayudarme? Naturalmente, Borba siempre quería. Pero, aunque quería ayudar a su amigo, muchas veces metía la pata. Pero Borba no se desalentaba.
-¿Sabes, Canelo? Anoche oí unos ruidos muy extraños. Debe de ser algún ladrón. ¿Vamos a ver si lo pescamos?
Y los dos salieron de madrugada para cazar al ladrón.
Sólo que no era un ladrón... Era el panadero

La madre de Borba ya empezaba a estar un poco hartita:
-¡Acabemos de una vez con estos paseos nocturnos! Los niños tienen que dormir mucho.
-Pero, mamá, los gatos andan de noche por los tejados!
-Esos son los gatos mayores, tú aún eres muy pequeño.
-¡Oh, mamá, estás arruinando mi carrera!
Y Borba continuaba entrenándose para la policía.
Y le decía a Canelo: -¡Necesito defender a la raza felina! En todas las historias los ratones son buenos y los gatos, unos malvados. Ahí tienes, si no, los dibujos animados. ¡Es una injusticia! Tengo que demostrar a todo el mundo que los gatos son unos grandes hombres... esto... es decir, unos grandes gatos...


El gato Borba
Ruth Rocha

domingo, 20 de diciembre de 2009

Los escarabajos vuelan al atardecer

Tengo intención de no dejar la partida; espero que vuelva a llamar Julia.
–¿Crees que llamará? –preguntó Annika.
Lindroth la miró pensativo.
–¿Por qué no llamáis vosotros? Ella ha mostrado mucho interés por saber cómo iban las cosas por acá, y os ha ayudado a su manera con la partida de ajedrez. Creo que ahora deberíais llamarla vosotros.
Jonás abrió una vieja guía telefónica de Estocolmo. Annika buscó juntamente con él.
–Aquí, aquí está: Andelius, Julia Jasón...
Lindroth reflexionó un momento.
–¿Andelius? –preguntó. Ese apellido me suena de algo...
–Es la propietaria de la quinta Selanderschen. ¿No lo sabía?
Lindroth lo sabía. Pero lo había olvidado, pues la señora Göransson llevaba muchos años viviendo allí, de alquilada. El apellido le sonaba de otra cosa. Se frotó las cejas y reflexionó. ¿De qué le sonaba...? No lograba recordarlo.
–Cuando me pasa una cosa así, me pongo nervioso –dijo–. Lo tengo aquí, en la cabeza, pero soy incapaz de dar con ello.
Buscó en los bolsillos; quería otra pastilla de regaliz. ¿Dónde diablos las tenía? ¡Ah!, aquí estaba la cajita.
–¿Quieres una, Jonás?
–Sí, gracias.
–Voy a llamarla –dijo David, y marcó el número. Correspondía a una dirección de la calle de las Sibilas.
David esperó. A la tercera llamada respondió una voz de hombre.
–Aquí... –y la voz dijo el número.
–Desearía hablar con Julia Andelius –dijo David.
Al otro lado de la línea hubo un momento de silencio extraño.
–¿Oiga? ¿Me oye? –preguntó David.
–Sí –dijo el hombre–. Pero... No puede ser.
–¿Por qué?
–¿Con quién hablo?
–Con David.
–¿David Stenfäldt?
–Sí, soy yo.
De nuevo se produjo un silencio.
–Es curioso –dijo luego la voz de hombre.
–¿Curioso? –preguntó David–. ¿Por qué?
–Hemos encontrado entre los papeles de Julia una nota que habla de usted.
–Pero, ¿no podría hablar personalmente con Julia Andelius? ¿Cuándo se la puede llamar?
Un nuevo silencio.
–¿Qué hora sería mejor llamarla?
–Es que... no, en realidad, ya no está aquí.
–¿Dónde, entonces?
–¿No sabe usted...?
–No. ¿Cómo voy a saber dónde está?
–Bueno, mire: la nota de Julia habla de un escarabajo de oro que se encuentra en el ataúd situado bajo la lápida del obispo Matías, en la iglesia de Ringaryd. Julia quiere que David Stenfäldt se ocupe de arreglar todo. Y dice que regala a David Stenfäldt un tablero de ajedrez, con figuras talladas a mano, que se encuentra en la quinta de Selanderschen, de Ringaryd. Allí debe de haber también una colección de cartas; según la nota, están arriba, en una habitación del desván, en el “cuarto de verano”. Ella quiere que las guarde usted y cuide de que no caigan en malas manos. La nota dice textualmente: “David Stenfäldt sabe de qué cartas se tratan”. ¿Es así?
–Sí, así es, pero no entiendo... ¿Qué nota...?
–Es un apéndice a su testamento; acabamos de abrirlo.
–¿Testamento?
–Sí, Julia ha muerto. ¿No lo sabía usted?
–No..., yo... Habrá sido de repente, ¿no? Yo hablé con ella el viernes, creo. Hace un par de días.
–Imposible, Julia murió el 27 de junio.
David se quedó pálido como un cadáver. Sus fuerzas lo abandonaron por completo. Apenas podía sostener el teléfono. Todo se tambaleaba ante él.
–¿Tiene la bondad de darme su dirección, para que podamos enviarle copia de esta nota y disponer de todo para que reciba usted el ajedrez? –preguntó el hombre al otro lado de la línea. David le dio sus señas y colgó el teléfono despacio.
–Julia ha muerto –musitó con voz casi imperceptible–. Murió el 27 de junio... –al decirlo, sintió una emoción tan fuerte que no puedo seguir hablando.


Los escarabajos vuelan al atardecer
María Gripe

Otra vuelta de Tuerca

—¿Me estabas buscando desde el balcón? —le pregunté—. ¿Creías que había salido a pasear por el jardín?

—Bueno, pensé que había alguien afuera —me respondió con la sonrisa más inocente que le hubiera visto hasta entonces.

¡Oh, de qué manera la miré en ese momento!

—¿Y viste a alguien?

—¡No! —me respondió; y con el privilegio de su inconsecuencia infantil, me mostró su resentimiento, aunque fuese en la gran dulzura con que arrastró el monosílabo.

En aquel momento, a pesar de la postración nerviosa en que me hallaba, tuve la seguridad de que la niña mentía; y si volví a cerrar los ojos fue bajo el peso de los tres o cuatro sentidos posibles que a aquello podían darse. Uno de ellos me tentó por un instante con tal violencia que, para resistirlo, sacudí a la pequeña con tal violencia, que fue asombroso que ella lo resistiera sin un grito o una señal de temor. ¿Por qué no interrogarla allí mismo y extraerle todo de una vez? ¿Por qué no poner a prueba aquella carita encantadora y luminosa? "Mira, mira: tú sabes lo que sabes y sospechas ya que yo me he enterado; por consiguiente, ¿por qué no me lo dices francamente, de modo que al menos podamos vivir con ello juntas y aprender tal vez, a pesar de lo extraño de nuestro destino, dónde estamos y qué significa todo ello?" Por desgracia, aquella pregunta no surgió de mis labios; de haberla formulado, tal vez no hubiese tenido que vivir lo... Bueno, ya se verá qué. En vez de sucumbir a la tentación de interrogarla, me puse de pie, miré a la camita de Flora y tomé un ineficaz camino intermedio.

Otra Vuelta de Tuerca
Henry James


Las Enseñanzas de Don Juan

Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví en busca de don Juan, pero no pude distinguir nada ni a nadie. Todo cuanto po­día ver era al perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo del agua atra­vesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido correr por mis venas produciendo matices de rojo y amari­llo y verde. Bebí más y más. Bebí hasta hallarme todo en llamas; resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de mi cuerpo a través de cada poro y se proyec­tó al exterior en fibras como de seda, y también yo adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amari­lla procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y cada vez que él cabeceaba yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. ¡Qué toque de ironía y de gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescrip­tible. Reí hasta que casi me fue imposible respirar.
Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar y de a la vez, estar despierto. Luego; lentamente, el inundo se aclaró y entró en foco. Mi campo de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la transición más difícil. La salida de mi estado normal había sucedido casi sin que yo me diera cuenta: es­taba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia, y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia se­ria, sobria, fue genuinamente violento. ¡Había olvidado que era un hombre! La tristeza de tal situación irreconci­liable fue tan intensa que lloré.


Las Enseñanzas de Don Juan
Carlos Castaneda

sábado, 19 de diciembre de 2009

BLOOD+











BLOOD+ #01
Asuka Katsura

Buenos Presagios

-Tiene que venir el que falta-dijo el hombre de negro, cogió los tés y volvió a la mesa, donde esperaban sus dos compañeros.

-¿Se sabe algo de él? -dijo el chico de blanco.

Los otros dos negaron con la cabeza.

Había estallado una discusión junto a la pantalla (las categorías disponibles en el juego habían pasado a ser Guerra, Hambre, Polución, y Pop Trivia 1962-1979).

-¿Elvis Presley? Tiene que ser la C. La espichó en el 77, ¿no?

-Qué va. Es la D, 1976. Seguro.

-Sí. El mismo año que Bing Crosby.

-Y que Marc Bolan. Vaya si la cascó. Dale a la D. Venga.

El personaje alto no se movió para pulsar ninguno de los botones

-¿Qué pasa contigo, tío? -le preguntó Big Ted irritado-. Venga, dale a la D. Elvis Presley palmó en el 76.

ME DA IGUAL LO QUE PONGA, dijo el motorista alto del casco, YO NO LE HE PUESTO LA MANO ENCIMA JAMÁS.

Las tres personas de la mesa se volvieron al mismo tiempo. Carmín habló.

- ¿Cuándo has llegado? -preguntó.

El hombre alto se dirigió a la mesa, dejando atrás a los motoristas pasmados y sus ganancias, NO ME HE IDO, contestó, y su voz era un eco oscuro procedente de lugares nocturnos, una fría losa de sonido, gris y muerta. Si aquella voz hubiera sido una piedra, habría tenido palabras grabadas desde hacía mucho tiempo: un nombre y dos fechas.

-Se os está enfriando el té, señor -señaló Hambre.

-Cuánto tiempo sin vernos -dijo Guerra.

Hubo un relámpago, seguido casi inmediatamente por el estruendo de los truenos.

-Bonito tiempo para acompañamos -opinó Polución.

SÍ.


Buenos Presagios
Terry Pratchet y Neil Gaiman

viernes, 18 de diciembre de 2009

The Boys




The Boys
Garth Ennis (Guión)
Darick Robertson (Ilustraciones)

Ensayo sobre la ceguera

El ciego había afirmado categóricamente que veía, salvado sea también el verbo, un color blanco uniforme, denso, como si, con los ojos abiertos, se encontrara sumergido en un mar lechoso. Una amaurosis blanca, aparte de ser etimológicamente una contradicción, sería también una imposibilidad neurológica, visto que el cerebro, que no podría entonces percibir las imágenes, las formas y los colores de la realidad, tampoco podría, por decirlo así, cubrir de blanco, de un blanco continuo, como pintura blanca sin tonalidades, los colores, las formas y las imágenes que la misma realidad presentase a una visión normal, por problemático que resulte hablar, con efectiva propiedad, de visión normal. Con la conciencia clarísima de encontrarse metido en un callejón aparentemente sin salida, el médico movió la cabeza desalentado y miró a su alrededor. Su mujer se había retirado ya, recordaba vagamente que se le había acercado un momento y que le había besado en el pelo, Me voy a acostar, debió de decir, la casa estaba ahora silenciosa, sobre la mesa se veían los libros dispersos, Qué será esto, pensó, y de pronto sintió miedo, como si también él fuera a quedarse ciego en el instante siguiente y lo supiera ya. Contuvo la respiración y esperó. No ocurrió nada. Ocurrió un momento después, cuando juntaba los libros para ordenarlos en la estantería. Primero se dio cuenta de que había dejado de verse las manos, después supo que estaba ciego.

Ensayo sobre la ceguera
José Saramago

jueves, 17 de diciembre de 2009

Joker




Joker
Brian Azzarello (Guión)
Lee Bermejo (Ilustraciones)

El mar de fuego

Alfred suspiró, se sentó —o, mejor, se derrumbó— en un rincón y allí se quedó acurrucado, abatido, con las rodillas huesudas a la altura del mentón.
El perro se enroscó al lado de Haplo y apoyó la cabeza en el pecho de éste. El patryn, cómodamente instalado en la cubierta, acarició las orejas del perro y el animal cerró los ojos, meneando el rabo con satisfacción.
—¿Estás despierto, sartán?
Alfred guardó silencio.
—Alfred... —se corrigió Haplo de mala gana.
—Sí, estoy despierto.
—Ya sabes qué será de ti en el Nexo... —Haplo no lo miró mientras hablaba, sino que mantuvo la vista fija en el perro—. Ya sabes lo que te hará mi Señor.
—Sí —respondió Alfred.
Haplo titubeó unos instantes, bien para escoger sus siguientes palabras o bien para decidir si las pronunciaba o no. Cuando tomó al fin una decisión, su voz sonó áspera y cortante, como si acabara de romper alguna barrera interior.
—Por tanto, si estuviera en tu lugar, procuraría no estar por aquí cuando despierte —dijo Haplo al tiempo que cerraba los ojos. Alfred lo miró con perplejidad y, por fin, sonrió suavemente.
—Ya entiendo. Gracias, Haplo.
El patryn no respondió. Su respiración fatigosa se hizo más relajada y regular. Las arrugas de dolor desaparecieron de su rostro y el perro, con un suspiro, se acurrucó más cerca de él.
La Puerta de la Muerte se abrió y los atrajo lentamente a su seno.

El Mar de Fuego
El Ciclo de la Puerta de la Murte # 3
Margaret Weis & Tracy Hickman

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Brida

-Fue un truco -dijo Wicca a una asustada Brida, cuando las dos se acomodaron en los sillones italianos-. Sé cómo te debes estar sintiendo -continuó-. A veces entramos en un camino sólo porque no creemos en él. Entonces, es fácil: todo lo que tenemos que hacer es probar que no es nuestro camino. Sin embargo, cuando las cosas comienzan a suceder y el camino se revela ante nosotros, tenemos miedo de seguir adelante.
Wicca dijo que no entendía por qué muchos prefieren pasar la vida entera destruyendo los caminos que no desean recorrer, en vez de andar por el único que los conduciría a algún lugar.


Brida
Paulo Cohelo

El Hobbit

Aquí abajo junto al agua lóbrega vivía el viejo Gollum, una pequeña y viscosa criatura. No sé de dónde había venido, ni quién o qué era. Era Gollum: tan oscuro como la oscuridad, excepto dos grandes ojos redondos y pálidos en la cara flaca. Tenía un pequeño bote y remaba muy en silencio por el lago, pues lago era, ancho, profundo y mortalmente frío. Remaba con los grandes pies colgando sobre la borda, pero nunca agitaba el agua. No él. Los ojos pálidos e inexpresivos buscaban peces ciegos alrededor, y los atrapaba con los dedos largos, rápidos como el pensamiento. Le gustaba también la carne. Los trasgos le parecían buenos, cuando podía echarles mano; pero trataba de que nunca lo encontraran desprevenido. Los estrangulaba por la espalda si alguna vez bajaba uno de ellos hasta la orilla del agua, mientras él rondaba en busca de una presa. Rara vez lo hacían, pues tenían el presentimiento de que algo desagradable acechaba en las profundidades, debajo de la raíz misma de la montaña. Cuando excavaban los túneles, tiempo atrás, habían llegado hasta el lago y descubrieron que no podían ir más lejos. De modo que para ellos el camino terminaba en esa dirección, y de nada les valía merodear por allí, a menos que el Gran Trasgo los enviase. A veces tenían la ocurrencia de buscar peces en el lago, y a veces ni el trasgo ni el pescado volvían.

Gollum vivía en verdad en una isla de roca barrosa en medio del lago. Observaba a Bilbo desde lejos con los ojos pálidos como telescopios. Bilbo no podía verlo, mientras Gollum lo miraba, perplejo; parecía evidente que no era un trasgo. Gollum se metió en el bote y se alejó de la isla. Bilbo, sentado a orillas del agua, se sentía desconcertado, como si hubiese perdido el camino y el juicio. De pronto asomó Gollum, que cuchicheó y siseó:

¡Bendícenos y salpícanos, preciosso mío! Me huelo un banquete selecto; por lo menos nos daría para un sabroso bocado ¡Gollum! —Y cuando dijo Gollum hizo con la garganta un ruido horrible como si engullera. Y así fue como le dieron ese nombre, aunque él siempre se llamaba a sí mismo "preciosso mío".

El hobbit dio un brinco cuando oyó el siseó, y de repente vio los ojos pálidos clavados en él.

¿Quién eres? —preguntó, adelantando la espada.

¿Qué ess él, preciosso mío? —susurró Gollum (que siempre se hablaba a sí mismo, porque no tenía a ningún otro con quien hablar). Eso era lo que quería descubrir, pues en verdad no tenía mucha hambre, sólo curiosidad; de otro modo hubiese estrangulado primero y susurrado después.

Soy el señor Bilbo Bolsón. He perdido a los enanos y al mago y no sé donde estoy, y tampoco quiero saberlo, si pudiera salir.

¿Qué tiene él en las manoss? —dijo Gollum mirando la espada, que no le gustaba mucho.

¡Una espada, una hoja nacida en Gondolin!

Sss —dijo Gollum, y en un tono más cortés: —Quizá se siente aquí y charle conmigo un rato, preciosso mío. ¿Le gustan los acertijos? Quizá sí, ¿no? —Estaba ansioso por parecer amable, al menos por un rato, y hasta que supiese algo más sobre la espada y el hobbit: si realmente estaba solo, si era bueno para comer, y si Gollum mismo tenia mucha hambre.

Acertijos era todo en lo que podía pensar. Proponerlos y alguna vez encontrar la solución había sido el único entretenimiento que había compartido con otras alegres criaturas, sentadas en sus agujeros, hacía muchos, muchos años, antes de quedarse sin amigos y de que lo echasen, solo, y se arrastrara descendiendo y descendiendo, a la oscuridad bajo las montañas.

Muy bien —dijo Bilbo, muy dispuesto a mostrarse de acuerdo hasta descubrir algo más acerca de la criatura: si había venido sola, si estaba furiosa o hambrienta, y si era amiga de los trasgos.

Tú preguntas primero —dijo, pues no había tenido tiempo de pensar en un acertijo. Así que Gollum siseó...


El Hobbit

J.R.R. Tolkien

martes, 15 de diciembre de 2009

Muerte: El alto coste de la Vida





Muerte : El alto coste de la Vida
Neil Gaiman (Guión)
Chris Bachalo / Mark Buckingham / Dave McKean (Ilustraciones)

El Anillo de los Nibelungos




El Anillo de los Nibelungos
La Valkyria #2
Roy Thomas (Guión)
Gil Kane (Ilustraciones)

lunes, 14 de diciembre de 2009

Iacobus

¿Eran imaginaciones mías... o estaba viendo lo que creía que estaba viendo? No podía dar crédito a mis ojos. Fui dibujando paso a paso un semicírculo en torno al muro para cerciorarme.

¿Se puede saber qué estáis haciendo? —clamó la hechicera con tono de pocos amigos. La miré con los ojos brillantes y llenos de entusiasmo.

¡Venid aquí! ¡Ven tú también, Jonás! Poneos aquí, si, aquí, y así, para que apreciéis bien las piedras con el sol a contraluz. ¿Qué veis? Invisible salvo con la luz enfrentada, y sólo desde un único punto del arco —cualquier variación insignificante hacia un lado o hacia otro provocaba la desaparición de la figura—, una cruz en forma de Tau se destacaba en el muro que cerraba la celda de Oria. Sara se fijaba cuanto podía pero no veía nada.

¡La Tau! ¡De nuevo la Tau! —exclamó Jonás triunfante.

¿Cómo de nuevo? —me sorprendí.

¿Acaso no me contasteis que en la catedral de Jaca habíais encontrado otra?

Otra, otra, otra... Las palabras de Jonás rebotaban y volvían a rebotar dentro de mi cabeza, como si alguien las gritase en el interior de una profunda cueva y el eco las devolviera una y otra vez. Otra Tau. Sí, otra Tau en Jaca, en la catedral, en la capilla de Santa Orosia. Santa Orosia, Orosia... Oria, santa Oria. ¡Cristo! ¡No podía ser! ¡Era demasiado hermoso! ¡Demasiado evidente! La deformación de los nombres de las supuestas santas me había confundido. En ambos, la clave estaba en el diptongo latino «au», que se había transformado, como en francés, en «o». «Au» de «Aureus», oro, y Oria venia de «Aurea», que quiere decir «de oro», y Orosia, «Aurosea», «del color del oro», ambas muy bien señaladas por sus respectivas Taus. «Tau—Aureus», como rezaba el mensaje de Manrique de Mendoza a su compañero Evrard, «la señal del oro». Eso era lo que los dos leones del tímpano de la catedral de Jaca estaban gritando a quien supiera oírles.


Iacobus
Matilde Asensi

Caperucita Roja

Dibujo: Annie Rodriguez



Caperucita Roja tiró la aldaba y la puerta se abrió. Viéndola entrar, el lobo le dijo, mientras se escondía en la cama bajo la frazada:

—Deja la torta y el tarrito de mantequilla en la repisa y ven a acostarte conmigo.

Caperucita Roja se desviste y se mete a la cama y quedó muy asombrada al ver la forma de su abuela en camisa de dormir. Ella le dijo:

—Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!

—Es para abrazar mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tienes!

—Es para correr mejor, hija mía.

Abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!

—Es para oír mejor, hija mía.

—Abuela, ¡que ojos tan grandes tienes!

—Es para ver mejor, hija mía.

—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!

—¡Para comerte mejor!

Y diciendo estas palabras, este lobo malo se abalanzó sobre Caperucita Roja y se la comió.


Caperucita Roja
Charles Perrault

domingo, 13 de diciembre de 2009

Nausicaä del Valle del Viento





Nausicaä del Valle del Viento
Tomo #4
Hayao Miyazaki

Wormwood, Putrefacto Caballero





Pájaros, abejas, sangre y cerveza
Wormwood, Putrefacto Caballero #1
Ben Templesmith

sábado, 12 de diciembre de 2009

Los Pilares de la Tierra

—¡Un milagro! —gritó alguien y otros repitieron su grito.
—¡Un milagro!
—¡Un milagro!
Jack miró la estatua y al punto lo comprendió todo. De sus ojos brotaba agua. En un principio quedó maravillado como el resto de la gente, pero un instante después recordó su teoría de que la dama lloraba cuando se producía un cambio súbito del calor al frío, como sucedía en las regiones del sur al caer la noche. La estatua acababa de ser trasladada de la calina del día al pórtico norte. Ello explicaría las lágrimas. Pero claro, la gente no sabía eso. Todo cuanto veían era una estatua que lloraba, lo cual los tenía maravillados.
Una mujer que se encontraba delante, arrojó una pequeña moneda de plata francesa equivalente al penique, a los pies de la imagen.
Jack hubo de contenerse para no echarse a reír. ¿De qué servía arrojar dinero a un pedazo de madera? Pero la gente había sido adoctrinada por la Iglesia hasta tal punto que su reacción automática ante algo sagrado era la de dar dinero. Otros muchos entre la multitud siguieron el ejemplo de la mujer.
A Jack nunca se le ocurrió que el juguete de Raschid pudiera producir dinero. En realidad no podía hacerlo para Jack. La gente no lo daría si creyese que su destino final era su bolsa particular. Pero representaría una fortuna para cualquier iglesia.
Al comprenderlo así, vio de súbito lo que tenía que hacer.
Fue como un fogonazo y empezó a hablar antes siquiera que él mismo hubiera comprendido las complicaciones. Las palabras acudieron a su boca al propio tiempo que los pensamientos.
—La Madonna de las Lágrimas no me pertenece a mí, sino a Dios — empezó diciendo.
Se hizo el silencio entre las gentes. Aquél era el sermón que habían esperado. Detrás de Jack los obispos estaban cantando dentro de la iglesia; pero ya nadie se interesaba por ellos. Jack continuó:
—Durante centenares de años ha languidecido en tierras de los sarracenos.
No tenía idea de cuál sería la historia de la estatua; pero eso no parecía importar. Los propios sacerdotes jamás indagaban demasiado a fondo la verdad sobre las historias de milagros y reliquias sagradas.
—Ha recorrido muchas millas —siguió diciendo Jack—, pero su viaje todavía no ha terminado. Su destino es la iglesia catedral de Kingsbridge, en Inglaterra.
Se encontró con la mirada de Aliena que le escuchaba asombrada.
No resistió la tentación de guiñarle el ojo para que supiera que lo estaba inventando a medida que hablaba.
—Yo tengo la misión sagrada de llevarla a Kingsbridge. Allí encontrará al fin la paz. —Mientras miraba a Aliena se le ocurrió la inspiración más brillante y definitiva, y agregó—: He sido designado maestro de obras de la nueva iglesia en Kingsbridge.
Aliena se quedó con la boca abierta. Jack miró hacia otro lado.
—La Madonna de las Lágrimas ha ordenado que se construya en su honor, en Kingsbridge, una iglesia nueva y más gloriosa y, con su ayuda, construiré para ella una capilla como el nuevo presbiterio que ha sido erigido aquí para los sagrados restos de Saint-Denis.
Bajó la vista y el dinero del suelo le dio la idea para el toque final.
—Vuestras monedas se utilizarán para la construcción de la nueva iglesia —dijo—. La Madonna da su bendición a todo hombre, mujer y niño que ofrezca un donativo para ayudar a la construcción de su nuevo hogar.
Hubo un momento de silencio. Luego, los que allí se encontraban empezaron a arrojar monedas al suelo alrededor de la base de la estatua.

Los Pilares de la Tierra
Kent Follet

La Cosa del Pantano





La Cosa del Pantano: Raíces
nº 24 en USA
Alan Moore (Guión)
Bissette y Totleben (Ilustraciones)